Según la teoría clásica que a los estudiantes de Derecho nos enseñaban en la Facultad, en la formación de un patrimonio intervendrían tres elementos:
De una parte, el propio titular del patrimonio que es la persona que con su esfuerzo, su trabajo y capacidad de ahorro consigue ir forjando una determinada situación de riqueza patrimonial.
De otra parte, la familia del titular del patrimonio, entendida como sus hijos, su cónyuge y -eventualmente- sus padres, que colaboraban directamente con el primero a la formación y engrandecimiento del mismo.
Y por último el Estado, a quien correspondería teóricamente el mérito de crear el entorno económico, social o político propicio para la formación de dicho patrimonio.
Siguiendo el planteamiento teórico expuesto, parecería lógico pensar que, a la muerte del titular de dicho patrimonio, cada uno de los que han sido protagonistas de su formación deberían tener derecho a percibir en la disolución y liquidación de dicho patrimonio una parte proporcional a la participación que previamente hubiesen tenido en la construcción del mismo.
Así, al titular del patrimonio le correspondería la pervivencia de su voluntad después de su muerte a través del testamento en el que podría designar (siempre dentro de los límites legales) a la persona o personas a quienes desea favorecer con parte de sus beneficios. Los familiares, por su parte, materializarían su participación mediante el sistema de legítimas, del que luego nos ocuparemos, y el Estado recibiría en compensación de su hipotética participación los llamados antiguamente derechos reales, hoy Impuesto de Sucesiones.
Así planteado, desde una perspectiva que insisto es puramente teórica, el fundamento jurídico tanto del sistema de legítimas a favor de los familiares del difunto, como de la participación del Estado a través de los Impuestos posteriores a la muerte en el patrimonio dejado por el finado estaría plenamente legitimada en la medida en que dichas percepciones no serían sino una recuperación a posteriori de lo previamente dado en vida a favor del titular de ese patrimonio.
Sin embargo, a poco que nos alejemos de la fundamentación teórico-doctrinal expuesta y nos aproximemos mínimamente a la realidad social actual de la España del siglo XXI, en la cual deben aplicarse tales principios, percibiremos como muy discutible que los fundamentos antes apuntados tengan alguna vigencia en la actualidad.
Por ello, dedicaremos este artículo inicial sobre la materia a hacer un somero análisis acerca de lo absurdo de mantener en la actualidad un sistema de legítimas que el Código Civil previó a finales del siglo XIX y que, en lo sustancial, se encuentra plenamente vigente en los albores del XXI, dejando para un escrito posterior la razonable crítica que merece el que el Estado, que ya ha participado en vida del titular de un patrimonio de los distintos impuestos que el mismo ha generado, vuelva nuevamente a participar sobre ese mismo patrimonio de nuevos impuestos post mortem.
Por ello y entrando ya de lleno en el estudio y la crítica del sistema de legítimas del Código Civil, debemos empezar aclarando para quien lo desconozca, que la legítima es aquella porción de bienes de los que una persona que otorga testamento no puede disponer por encontrarse reservada por la Ley a favor de determinados herederos (hijos, cónyuge y, en su caso, padres) que reciben por esta causa el nombre de legitimarios o de herederos forzosos.
Para poder entender una norma y hacer un acertado análisis de la misma resulta imprescindible situarse antes en el contexto histórico en que aquella se dicta. Por ello si volvemos la vista atrás y pensamos en el siglo XIX, cuando se redacta nuestro Código Civil, la Sociedad predominantemente agraria y rural que configuraba aquella España, daba lugar a que, como entonces se decía, los hijos viniesen “con un pan debajo del brazo”. Con ello se quería hacer ver que el hecho de que en una familia entrase un nuevo miembro por vía descendente acrecentaba y potenciaba las posibilidades económicas de la misma en cuanto que el nuevo miembro constituía una nueva mano de obra destinada a la colaboración en las labores industriales o del campo que constituían la base del sustento familiar. Ello se traducía en que los hijos, habitualmente continuadores por entonces de las explotaciones o negocios familiares, se involucrasen ya desde su más temprana edad en lo que constituía el núcleo económico familiar y fuesen activos protagonistas de los beneficios que la familia pudiese generar.
Es obvio, por lo dicho, que en ese contexto histórico expuesto en el que se redacta y promulga nuestro Código Civil, tenía plena vigencia la fundamentación clásica que hemos explicado al comienzo de estas líneas y tenía también plena efectividad lógica el principio conforme al cual un miembro de la familia, al morir, no podía disponer libremente de sus bienes, ya que estaba lógica y moralmente obligado a tener en cuenta a aquel o a aquellos otros miembros de su familia que habían contribuido activamente a la formación de su patrimonio.
Comparar la situación expuesta en líneas precedentes con la realidad social actual de la España del siglo XXI en la que continúan vigentes los principios redactados en aquel contexto histórico produce, cuanto menos, estupor.
En la España de la segunda década del siglo XXI, en la que los hijos (fundamentalmente por la carestía de la vivienda), no abandonan el domicilio paterno hasta próximos los treinta años y en que, durante el tiempo de pertenencia bajo seno paterno, contribuyen poco o nada a la conservación y mantenimiento del patrimonio familiar (más al contrario podría afirmarse que entre sustento, educación, asistencia médica, vestuario y su cada vez más diverso y caro ocio, contribuyen más que activamente a su disminución) el que a un padre o a una madre no se le deje disponer hoy con plena libertad y sin cortapisa alguna para después de su muerte de sus bienes en la forma que se le antoje en base a preceptos inspirados en la desfasada fundamentación teórica dicha, resultaría verdaderamente cómico de no ser por las graves consecuencias que ello comporta.
Bien puede afirmarse que hoy los hijos, escasamente contribuidores a la mejora de la economía familiar, reciben con creces su herencia en vida, mediante la cobertura que sus progenitores hacen de todas sus necesidades (salvo puntuales situaciones de necesidad o desamparo) durante el tiempo que permanecen en el domicilio paterno.
Pretender que, además de todo ello y por imposición de una arcaica normativa Legal dictada dos siglos antes en un contexto diametralmente opuesto al actual, los hijos deban imperativamente recibir la mayor parte del pastel de la herencia, privando a quien debe ser único y verdadero dueño de los bienes de disponer a su entero y libre criterio de los mismos, carece hoy, en mi opinión, de toda base, no solo racional, sino sobre todo moral.
Todo ello no significa, creo conveniente apuntarlo, que no sea lógico y razonable que los bienes de la persona que fallece SIN haber otorgado testamento sean enteramente repartidos entre sus familiares más próximos, ni significa tampoco que los padres que así lo deseen no puedan dejar a sus hijos tanto como quieran. Pero cuando una persona voluntariamente desea redactar SU PROPIO testamento, la elección de los nombrados debe ser el resultado de un acto de libérrima disposición, ajeno a toda intervención del Estado, que se inmiscuye con su obsoleta regulación de las legítimas en aspectos que deben permanecer vedados a la libre voluntad individual de quien, en un acto íntimo, elige y designa a las personas a quienes quiere favorecer con el dominio de sus bienes. La Ley suprema en todo testamento debe ser, y no es hoy por desgracia, la sagrada voluntad de quien lo redacta.
Quienes ejercemos el Derecho sabemos que no es infrecuente, pero sí profundamente frustrante e injusto, el caso de un padre o de una madre que, queriendo apartar por sólidas razones a determinados hijos -que no se han hecho acreedores de su reconocimiento- de la participación en su herencia, se ven imposibilitados de hacerlo por no estar la mala conducta de aquellos incluida dentro de los estrechos márgenes que fijan los absurdos y cerrados criterios de desheredación que el Código contempla, y de los que me ocuparé otro día
Tampoco quiero olvidarme de las ilógicas legítimas que perciben los padres de hijos casados que fallecen sin haberles dado nietos, aún más absurdas y dañinas si cabe de los que hemos venido exponiendo en este breve estudio y respecto de cuyo análisis igualmente les emplazo para otro artículo posterior.