Es sabido que la muerte constituye el gran tabú de la cultura occidental. Pero al mismo tiempo es obvio que todo ser humano nacido, nace para un día morir; esto forma parte inherente del propio ciclo de la vida.
Por eso, todo lo tocante a aquello que sucede tras la propia muerte lo afrontamos con grandes dosis de reticencia o, como mínimo, con un atisbo de temor reverencial.
Todo lo anterior viene al caso de explicar algo obvio: Nunca es agradable afrontar la redacción de nuestro propio testamento y, precisamente por ello, debemos hacerlo cuanto antes, pues se corre el riego de que por mucho esperar uno se acabe muriendo sin testamento y sin haber dejado expresadas en forma escrita cuáles eran (son) nuestras intenciones y deseos.
Muchas veces me he permitido sugerir a amigos, conocidos y clientes la conveniencia de no demorar este importante trámite. Es sencillo, rápido y razonablemente barato, y evita innumerables problemas y controversias a los herederos llamados a repartir la herencia a la hora de facilitarles el entendimiento en el reparto del caudal relicto del finado.
Sin embargo, la respuesta que uno se encuentra ante este planteamiento las más de las veces no puede ser más desconcertante: “de momento no lo hago porque aún soy muy joven para eso” o bien “no tengo pensado morirme aún” o algo semejante.
Créanme: Está científicamente demostrado que hacer testamento no adelanta ni un solo día la fecha de la propia muerte. Uno muere igual (e incluso el mismo día) con testamento que sin él.
No me extenderé mucho en este artículo acerca de la más conocida vertiente patrimonial del testamento, que no consiste en rigor en otra cosa que en dejar plasmados por escrito los deseos, planteamientos o proyecciones de su redactor/testador fija acerca del destino que desea sus bienes hayan de tener para ese concreto e incierto momento en el que rechazamos pensar.
Pero si es conveniente enfatizar en el hecho no suficientemente conocido de que otorgar testamento notarial cuesta en torno a 40 euros y que, por poco que el causante posea el día de su tránsito de este mundo, dejará a los herederos la siempre incomoda y más cara obligación de promover una declaración notarial de herederos intestados (que como mínimo costará más de 200 euros, amén del mes que tarda en tramitarse y de las notables molestias que supone recopilar toda la documentación precisa para ello).
Incluso para algo tan elemental y sencillo como disponer del mayor o menor saldo que el finado tuviese en el banco sus herederos van a necesitar de esa declaración sustitutiva del testamento que les causará gastos, desplazamientos, molestias y papeleos perfectamente evitables con un sencillo gesto en vida de su causante.
Sería, por demás, demasiado extenso para las modestas pretensiones de este artículo enumerar detalladamente cada uno de los singulares casos que hemos conocido a lo largo de nuestro ejercicio profesional en los que la falta de esta sencilla y elemental previsión futura en el sentido apuntado ha sido causa generadora de graves problemas de todo orden (económico, personal y familiar). Padres que heredan el piso que algún hijo compartía con pareja no casada con preferencia a aquella, bienes de un difunto que termina en manos de familiares llamados por la ley con quienes el difunto ni siquiera se hablaba hace décadas… seguramente sería necesario un completo y más extenso artículo para tratar cada uno de los irremediables daños causados por el despropósito que la falta de previsión origina en cada caso particular.
Solo en testamento se puede nombrar albacea, figura tremendamente útil para arbitrar los conflictos que puedan surgir tras la muerte del testador entre sus llamados, por gozar el designado de importantes facultades decisorias que eviten posturas caprichosas de fuerza o imposición de los unos hacia los otros.
Pero quisiera en este breve texto hacer sucinta mención a otro aspecto del testamento, sin duda menos conocido pero no por ello menos importante.
Hasta aquí nos hemos venido ocupando solo de la vertiente puramente patrimonial del testamento, sin embrago seguramente se sorprenderían de saber en cuantas ocasiones el testamento es utilizado por su redactor como un vehículo apto (y de hecho lo es) para contener en él declaraciones de orden puramente personal que no se ha sido capaz o no se han querido hacer durante la propia vida.
Estas indicaciones personales afectan principalmente a aquellos supuestos en que se quiere dejar constancia de quienes son las personas que preferimos queden al cargo de la tutela de nuestros hijos menores de edad en caso de que el propio óbito sobrevenga antes de que aquellos alcancen su mayoría. Estas manifestaciones son extraordinariamente valiosas para el Juez que luego haya de decir sobre ese trascendental extremo a quién evitarnos la siempre incomoda labor de tener que adivinar qué es lo que el difunto hubiese realmente querido en ese escenario.
También es muy común en situaciones de conflictividad matrimonial (divorcio o separación) que el testador considere que su ex pareja no es acaso la persona más adecuada para administrar los bienes que esos menores reciban del testador hasta alcanzar su mayoría de edad, y prefieran excluirle de tal labor administrativa en beneficio de alguien de su más plena confianza.
Igualmente el testamento es vehículo apto para reconocer a ese hijo a quién en vida quizá no se tuvo el valor de reconocer. Es desconocido por la gran mayoría lo que ocurre si tras firmar un testamento reconociendo un hijo se cambia de parecer y se firma otro en que nada se dice al respecto. Es estos casos quedará revocado el testamento anterior, excepto esa disposición relativa al reconocimiento de la paternidad. Esta disposición será válida e irrevocable. Por tanto, si en un testamento se reconoce la paternidad de un hijo, con independencia de que se otorgue otro revocando el anterior o sean declaradas nulas otras cláusulas de ese mismo testamento, este reconocimiento será vinculante y no se podrá suprimir, anular o rectificar.
Pero la cosa no termina ahí: A la hora de hacer el testamento hay quien mentalmente es capaz de situarse en el escenario posterior a su propia desaparición física y desde ese enfoque ilusorio desea –para ese momento- hacer declaraciones o manifestaciones que le aporten desde ahora una tranquilidad moral que precisa o demanda.
Y no solo me refiero a la más frecuente indicación a los deudos de los ritos o ceremonias que desea el testador se observen en sus exequias fúnebres, de acuerdo con las creencias personales o religiosas del finado, sino incluso de declaraciones de amor o de perdón a personas a quienes se quería y con las que no se ha tenido un comportamiento adecuado, o –en la línea inversa- de concesiones de perdón a aquellos que, por circunstancias de la vida, han decidido en algún momento alejarse de nosotros al sentirse descontentos, agraviados u ofendidos por nuestro proceder.
Creo que sería un error minusvalorar o desconocer la enorme importancia del testamento como cauce para quedar en paz consigo mismo y con aquellos a quienes, en la vorágine de las urgencias y el ajetreo de los días, no se pudo o no se supo hacer justicia. El testamento se puede usar tanto con intención de denunciar o castigar a alguien como con la de reconciliarse o pedirle perdón.
Dejar exteriorizada en forma solemne su última voluntad antes de afrontar el tránsito a otra vida en un testamento puede ayudar moralmente no solo al testador sino también a esas otras personas que resultan destinatarias de tales manifestaciones.
Y en todo caso, para el caso de que ya tuviese su testamento hecho, no olvide jamás una máxima que siempre deberá tener presente: El testamento se puede cambiar tantas veces que uno desee, sin límite máximo.
Así que si Vd. entiende que el contenido de su actual testamento no refleja sus verdaderas o actuales intenciones, siempre está a tiempo de hacer como Dios nuestro señor: Un nuevo testamento.